Generalmente las canciones, aunque tengan la suerte de llegar al público de su época de la mano de sus intérpretes originales, se transforman después de un tiempo en historia o, peor aún, en olvido. Pero existen casos donde a lo largo de los años nuevas versiones y nuevos contextos las resignifican y les dan una nueva vida. ¿Qué lleva a la melodía de Todavía cantamos, de Víctor Heredia, a las canchas de fútbol; o a Quimey Neuquén, de Marcelo Berbel y Milton Aguilar y la voz de José Larralde, a la serie Breaking Bad? ¿De qué forma se traslada No me arrepiento de este amor, de Gilda, desde la bailanta al balcón presidencial? ¿Cómo se convierte un aria de la ópera Aurora, de Héctor Panizza, en ritual diario en las escuelas? ¿Por qué hay tantas versiones del tango Cambalache, de Enrique Santos Discépolo? ¿Qué explica su supervivencia y transversalidad? Esas y otras canciones –como Hay un niño en la calle, de Armando Tejada Gómez; Gente que no, de Todos tus Muertos, y Sr. Cobranza, de Las Manos de Filippi; y músicas instrumentales como La bordona, de Emilio Balcarce, o el Concierto para piano Nº1, de Alberto Ginastera– han tenido la capacidad de atravesar contextos y mutar significados, de volverse “músicas trashumantes”. Los ejemplos en los que se enfocan los artículos de este libro pueden pensarse metafóricamente como una conjunción entre músicas, autores e intérpretes que son capaces de, a veces, cambiar de género musical; otras, de función práctica, o de modificar sus sentidos en el vaivén del devenir social y político.
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