Todo nuevo: lengua nueva, paisaje nuevo, nueva biología poshumana, nuevas situaciones narrativas –cuya materia es nueva–. Pero esa tormenta de novedad literaria es posiblemente la versión superficial de algo mucho más denso y antiguo que me animo a llamar “una sensibilidad”. Las anfibias es una novela sencillamente preciosa e inexplicable, en la que –echando mano, como siempre, a una analogía– me parece ver un sistema de relaciones desproporcionadas entre partes desparejas pero íntimas, como las que podrían darse entre la perfección de una miniatura y una usina remota e inmensa que alimenta su pequeñez y su brillo, su intensidad. El hecho de ser una historia “desubicada” –un aleph al revés: ningún tiempo, ningún espacio– no le impide producir momentos conmovedores. Quizá porque sucede en un tiempo y un espacio ya agotados, y de los que sólo queda la melancolía como mensajes de humo de un mundo hecho de pasado, cuyos personajes parecen vivir sólo de recuerdos. Que en ese espejismo sobreviva la hora del té es, realmente, un resabio cruel de aquel mundo, mucho más que una ironía. Es, además, un libro hecho palabra por palabra, en el que las frases, incluso las más breves, son como tratados de sentido. La impresión es que la novela “leva” mientras transcurre. Encantadores son la niña rapada y su padre, porque conservan la añoranza del trato filial; y esos momentos en los que la autora reúne en un párrafo mil sistemas esparcidos: metafísica, vida cotidiana, costumbres atávicas, palabras casi muertas pegadas a argentinismos. El efecto de esos momentos no es el del mundo entrando a la frase, sino el de la frase haciendo un mundo que no está en ningún lado, o está desapareciendo. Juan José Becerra
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