Rafael Gumucio tenía 32 años cuando visitó por primera vez a Nicanor Parra, que tenía 87 y vivía en su mítica casa de Las Cruces a la que peregrinaba, como quien acude a un oráculo, un grupo selecto de escritores chilenos, casi siempre muy jóvenes. Era el año 2002 y Gumucio acudió con ilusión, creyendo que Parra se había interesado en sus libros. Pero el poeta solo quería hablar de una de las tantas columnas que el autor de Memorias prematuras publicaba en los periódicos: “Supe en ese instante que no le importaban mis libros ni mi prosa, que yo pensaba ingenuamente me habían llevado hasta aquí. Le gustaba una columna de entre las miles que había escrito, y era esa y nada más. Con eso basta y sobra”.
Gumucio siguió visitando a Parra asiduamente, pero en aquel primer encuentro quedó sellada la textura que tendría la relación entre ambos: Parra proyectaría su sombra apabullante cargada de inteligencia y de talento, y Gumucio se debatiría bajo esa sombra entre la admiración, el desconcierto y el terror: “Vive en el infierno, pienso, o en el purgatorio, ese señor que hace chistes todo el tiempo, que camina como si bailara y odia el patetismo existencial o cualquier tipo de gravedad. No descansa nunca, aunque esté tranquilamente sentado frente al ventanal que da al mar”. Partiendo de una tarea de documentación monumental, apelando a sus propios recuerdos y a la memoria de su relación con Parra, Gumucio escribió un libro cuyo título –Nicanor Parra, rey y mendigo– condensa la complejidad inabarcable de uno de los más grandes poetas de habla hispana, una biografía conmovedora que echa luz sobre cada uno de los momentos de la vida de un hombre irrepetible.
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