Vargas Llosa no ha sido el último, pero sí el más consecuente afrancesado. Sus mitos literarios y el dinamismo intelectual en Francia lo sedujeron hasta creer que se convertiría en escritor si llegaba a París y podía aclimatarse a un ambiente que daba a las artes y al pensamiento un lugar privilegiado.
Las novelas de Dumas y Flaubert le abrieron la imaginación y lo inclinaron hacia el realismo, y las ideas de Sartre, Camus, Bataille, Aron y Revel le mostraron como debía ser un intelectual público. Esta devoción por la cultura francesa, patente en su ensayo sobre Madame Bovary y en una novela protagonizada por Gauguin y Flora Tristan, lo ha convertido en el primer autor de una lengua extranjera que recibe el más alto honor destinado a escritores francófonos.