En Chile los terremotos son una presencia. A ratos oculta, pero permanente. Todos hemos vivido alguno o bien tenemos la certidumbre de que tarde o temprano sucederá. Nos acostumbramos a vivir con ella, tal como quienes estuvieron antes aquí. Al ser impredecibles, su ocurrencia siempre será súbita, de ahí su naturaleza soterrada, agazapada, a la espera de concitar nuevamente la atención unánime a fuerza de tragedia. Existen pocos elementos de continuidad entre los chilenos del siglo dieciséis y quienes lo somos hoy. Uno de ellos es la naturaleza telúrica del territorio que habitamos. Además de la experiencia sísmica propiamente tal –el movimiento mismo de la tierra y sus consecuencias materiales–, esta presencia ha generado una íntima relación entre todos nosotros por los sentimientos que cada terremoto desata, principalmente terror y asombro. Como se desprende de los relatos aquí reunidos, estos sentimientos se hicieron presentes hace quinientos años, y los volveremos a experimentar cada vez que un terremoto vuelva a ocurrir.
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