Después de casi dos años viviendo en Antofagasta, Hidelbrando del Carmen aún no se olvida de sus días en la pampa, en Algorta, la pequeña oficina en la que se crió sano y agreste como un zorro. Pese a que en la ciudad ha descubierto cosas que lo han deslumbrado hasta el embeleso, añora aquellas tardes infinitas persiguiendo remolinos de arena por las llanuras de salitres. Sus padres, evangélicos estrictos en cuanto a los cánones doctrinarios de la Iglesia, le inculcaron que el cine era una de las cosas mundanales de las que el credo abomina. Pero para él este extraño sortilegio le ha transformado la vida y acompañado en su alegre aunque solitario camino hacia la adultez y su sueño de algún día llegar a ser un artista.
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