Idus de marzo del año 44 a.C., Julio César fue asesinado a los pies de la estatua de Pompeyo. En ese momento, Octavio no era más que un oscuro adolescente recién adoptado por el primer hombre de Roma. Ante el magnicidio, dio un paso al frente y se proclamó su legítimo heredero y sucesor. Nadie le tomó en serio; sin embargo, en pocos meses formó un ejército y consiguió alzarse como uno de los tres hombres más poderosos del momento con Marco Antonio y Lépido.
Durante la década siguiente su autoridad se fue consolidando mientras Marco Antonio fracasaba en Oriente y caía en los brazos de Cleopatra. Octavio, confiado en sus fuerzas, atacó a su viejo aliado y le venció. En el 31 a.C., ya sin rivales, se convirtió en el primer emperador acabando para siempre con la República. Y así, Octavio pasó a llamarse Augusto y Roma se transformó en un imperio.
Consumado manipulador, propagandista y con gran dominio de la teatralidad, Augusto podía ser impulsivo y emocional, despiadado y generoso. De la familia y los amigos esperaba que representaran los papeles que les había asignado, por eso exilió a su hija y su nieto cuando no se ajustaron al guion. Fue el suyo un gobierno repleto de contradicciones por lo que su personalidad resulta difícil de aprehender. En esta nueva biografía, Adrian Goldsworthy -como ya hiciese para abordar la figura de Julio César- se apoya exclusivamente en las fuentes antiguas para tratar en detalle la existencia del emperador y dar nueva luz sobre el hombre y su época.